viernes, 2 de noviembre de 2012

242 Tileteops (parte IV)

CUARTA PARTE

¿Qué carajo era eso de los Tite..tipe..tiqueteleops?
¿De qué nueva religión se supone que habían salido esos dichosos dioses?
¿Cómo era posible que yo fuera un elegido celestial?
¿Cómo era posible que ese maldito perro, que estaba en ese momento ahí, frente a mí, mordisqueando y babeando mi control remoto, se hubiera salido, escapado o desprendido de aquel sueño demencial?...
En esos días pasé largos ratos encerrado en la habitación de aquel hotel, edificando y demoliendo teorías que intentaban dar sentido a todo aquel asunto de osos beisbolistas y de perros emisarios pseudomilagrosos. Esperé durante mucho tiempo la llegada de una nueva señal, una pista, una develación, una visión, un sueño, algo… pero nada de eso sucedió jamás… hasta que llegó un día, con el paso del tiempo, en el que simplemente, dejé de esperar…

Un invierno recibí una llamada inesperada de mi tío abuelo Marcelino, que me pedía que le cuidara su casa por un tiempo mientras él emprendía un viaje “en busca de sus orígenes”, según dijo.

El tío Marcelino.

El tío Marcelino fue siempre el excéntrico profesor de historia -dentro y fuera del aula-, despistado, inadaptado, soltero empedernido (involuntariamente, vale aclarar), el “raro”, el “loco de la familia”, pero a decir verdad, los únicos recuerdos fieles que yo tenía de él se remontaban a mi niñez, cuando pasé  algún verano en su casa y bajo su cuidado, también recuerdo que mis padres se terminaron enterando de aquel terrible altercado que tuvimos el día que me llevó de paseo a la playa, y de aquel otro accidente en el parque, y también del incidente con el perro del vecino, y lo del bowling…  y entonces por eso ellos decidieron no volver a dejarme visitarlo ningún otro verano (ese fue sin dudas el mejor verano de vacaciones que pasé). Luego no volví a saber nada de él; hasta esa misteriosa llamada.

Él me recibió con un abrazo desmedidamente efusivo, luego tomo un poco de distancia para observarme mejor, y señalándome el rostro me dijo “todavía tenés esa cicatriz”, yo me reí y volví a acordarme de aquel memorable verano. Pasamos toda la noche charlando y tomando whisky, y entonces él me contó acerca de su nuevo emprendimiento, mientras desempolvaba grandes y añejados libros para mostrarme mapas con rutas épicas y fragmentos que describían supuestas civilizaciones perdidas en impenetrables selvas amazónicas, me mostró un árbol genealógico hecho por él mismo con lapicera en el dorso de un mapamundi, y me habló de los orígenes de nuestra familia, de nuestros ancestros. Yo no lograba entenderle ni la mitad de lo que me decía, pero su entusiasmo me resultaba profundamente contagioso y vigorizante. En un momento tuve ganas de comentarle mi episodio místico con aquel oso, pero él estaba atragantado de palabras y no podía parar de vomitarlas incesantemente, y yo simplemente no pude encontrar el momento para contárselo. Luego nos quedamos ambos dormidos ahí mismos, en los sillones, bajo el resplandor y el crepitar de la estufa a leña. A la mañana siguiente, cuando me desperté, el tío ya había juntado y empaquetado todos sus libros, y estaba parado frente a mí, con sus maletas, vestido con su equipo de explorador scout (incluyendo el sombrero y los pantalones cortos) y haciendo una venia rígida y casi protocolar, me dijo “no te metas en problemas, muchacho” luego anexó una guiñada y una sonrisa, agarró sus cosa y dando media vuelta se marchó.

A la semana siguiente yo ya estaba instalado en aquella modesta casa, espaciosa, amueblada, estratégicamente ubicada a escasos metros del mar y con una vasta reserva de destilados y licores; allí me llevé conmigo a William Pier, y allí me dediqué a torturarlo con los agudos disonantes de mis serenatas bluceras de armónica y luna llena, allí concebí mis largos poemas escritos en diminutas hojillas de tabaco, y allí me fui perdiendo lentamente en el ocio de mis viajes mentales por Júpiter, Plutón y Neptuno… y entonces así fue que yo senté mi culo para siempre en aquel cómodo sillón, para ver los días pasar, uno tras otro, sin apuros ni preocupaciones… ni motivaciones… ni desafíos…




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